Navío

Introducción

Nombre que se dio genéricamente hasta la segunda mitad del s. XVII a todo tipo de embarcaciones con aparejo redondo; a finales del s. XVII se diferenció, como núcleo fundamental de las armadas, el “navio de línea”, descendiente directo de los galeones gruesos construidos en Cantabria desde 1583. Hasta 1717, los navios de línea españoles, salvo algunas unidades heredadas de la época de Carlos II (1665-1700) construidas en Zorroza y Guayaquil, fueron adquiridos en Génova e Inglaterra, coincidiendo con la Real Cédula de 21-II-1714 que, finalizada la Guerra de Sucesión (1701-1714), dio lugar a la creación de la Real Armada unificando las escuadras y flotas ya existentes. Antonio de Gaz-tañeta (1656-1728), superintendente de los astilleros de Cantabria (1702), aplicó una normativa propia sobre las dimensiones y diseños de los navios de sesenta cañones construidos en Guarnizo (Cantabria) y Pasajes (Guipúzcoa) entre los años 1716 y 1717, que resultaron de buenas condiciones marineras. Gracias a esta experiencia, escribió en 1720 una obra sobre las proporciones de las medidas esenciales para la fábrica de navios y fragatas, que, aplicadas por Real Cédula de 13-V-1721, sirvieron de pauta para la construcción de navios de ochenta, setenta, sesenta y cincuenta cañones hasta 1752, siendo el navio Real Felipe (1732), de 114 cañones y tres puentes, el de mayor porte producido. A fin de modernizar la construcción naval, el marqués de la Ensenada encomendó a Jorge Juan (1713-1773) que pasase secretamente a Inglaterra y a otros países europeos para estudiar sus métodos y contratar técnicos en el diseño y la fabricación de barcos. En 1750, Jorge Juan regresó a España con un equipo de arquitectos navales ingleses, con los que redactó el proyecto de construcción de navios y fragatas que dio origen al impropiamente llamado “sistema inglés”, pues en él aplicó por primera vez sus conocimientos de mecánica, teoría del buque y cálculo infinitesimal (1752), que luego publicaría en el Examen Marítimo (1771). Los navios diseñados por este sistema fueron considerados sólidos, marineros y veloces. En 1765, a instancias del ministro Gri-maldi, Choiseul (1719-1785) envió a España al constructor naval francés Francois Gautier (1715-1782), quien, al crearse el Cuerpo de Ingenieros de Marina en 1770, fue nombrado ingeniero general, haciéndose cargo de la fabricación de buques con la idea de aumentar el tonelaje y artillado de los navios, hasta entonces limitado a los de dos puentes y ochenta cañones como máximo. Los buques construidos por el sistema de Gautier resultaron ser veleros y de buen gobierno, aunque sufrían con las cabezadas y adquirían demasiada escora con viento fresco. A Gautier le sucedió en 1782 José Joaquín Romero y Fernández de Landa (1737-1807), quien perfeccionó el sistema de Jorge Juan con resultados muy favorables, plasmados en el primer navio de 74 cañones que fabricó, el San Ildefonso (1785). Los navios de este sistema, vigente hasta 1794, fueron considerados los mejores de la época, como el caso del Santa Ana, de tres puentes y 112 cañones, y alcanzaron la perfección en el Montañés, de 74, construido en Ferrol (A Coruña) en 1794, gracias a las modificaciones introducidas por Julián Martín de Retamosa. Los dos últimos navios botados fueron el Reina Doña Isabel II (1852) y el Rey Don Francisco de Asís (1853), de diseño basado en el Soberano de 1771, aunque con algunas modificaciones. Las dimensiones de los navios de línea eran proporcionales a los fines operativos a que se destinaban. Hubo navios de tres y dos puentes o baterías de piezas artilleras situadas en los costados y en la cubierta superior. A finales del s. XVIII, la eslora iba desde los 210 pies de un navio de tres puentes a los 181 de uno de dos, mientras que la manga correspondiente fue de 58 a 49 y el puntal, de 27 a 23. El desplazamiento era de 4.341 y 2.427 t respectivamente. En el casco eran apreciadas las proporciones que conferían cualidades marineras respecto a la velocidad, gobierno y estabilidad en todas las condiciones de mar. La popa llana o “de espejo” fue dejando la forma ostentosa de principios de siglo y pasó a ser de simples balconadas discretamente ornamentadas. La arboladura, como en el s. XVII, constaba de los palos

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