En su más amplia acepción, suele entenderse que la literatura erótica es la relacionada con el acto sexual, ortodoxo o no, y todas las actitudes previas o posteriores. El erotismo es la exaltación del instinto sexual, con una trabazón de ingredientes varios, físicos y psíquicos, que en este hecho confluyen. Uno de los artísticamente más válidos es hoy el fenómeno amoroso, cuyo objeto y modo es tan vario como cuestionable, puesto que ¿qué hay en común entre el amor de Dante por Beatrice y el que canta Bocaccio en el Decamerón? ¿Y el amor udrí, cantado en el delicioso Collar de la paloma, cuando se encuentra con la violencia romántica del siglo pasado? Los escritores suelen alabar o denostar al amor, pero raras veces intentan definirlo. Dicho sea con todas las necesarias cautelas, pienso que el amor es la elaboración intelectiva del instinto sexual, ya que contiene un componente psíquico que no aparece en el puro instinto. El amor pasa por el sexo, pero no es sólo el sexo, y la destilación del erotismo –esa esencia del amor– origina una tensión del espíritu que tanto puede conducir al crimen como a la obra de arte.
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